25 octubre 2002

¿La heterosexualidad daña el cerebro?

Recientemente ha publicado don José Luis Mota Garay un artículo en estas páginas bajo el siguente título: “La homosexualidad, ¿natural o enfermiza?” Para el señor Mota, que cita al psicólogo holandés Van Den Aardweg, que no se haya determinado una causa genética de la homosexualidad obliga a concluir que se trata de una “tendencia enfermiza que supone una desviación psíquica”. Para los señores Van Den Aardweg y Mota, la homosexualidad es “un fenómeno de afectividad desviada, que no es más que un aspecto de una personalidad inmadura”.

El mundo emotivo de los homosexuales, pues, “coincide mucho con el de tipo ansioso, compulsivo o depresivo, caracterizado por depresiones, nerviosismos, problemas relacionales y psicosomáticos”. Los homosexuales lo son porque no maduraron, y ello los hace profundamente infelices, por mucho que “quieran aparentar jovialidad y alegría”. Recomienda, por tanto, el señor Mota una terapia que elimine sus complejos y temores, una “reorganización” de su esfera afectiva que les permita “acercarse al ideal de ser mujeres u hombres en plenitud de felicidad”. El mensaje es esperanzador: “hay oportunidad y tiempo para salir de ese estado; eso sí, ayudado de personas que crean que se puede conseguir”.

Una postura pública acerca de asunto tan sensible merece sin duda respuesta o, al menos, aclaración pública. Y, puestos a ello, no está de más aclarar que el especialista citado por el señor Mota ha visto reconocida su trayectoria profesional e intelectual en el ámbito del Opus Dei. El libro del doctor Van Den Aardweg, Homosexualidad y esperanza, fue publicado en España por la editora de la Universidad de Navarra y es distribuido en la red de librerías de las Hijas de San Pablo. El neerlandés es así mismo miembro del comité de expertos de la Asociación Nacional para la Investigación y la Terapia de la Homosexualidad (NARTH), una entidad homófoba californiana. Por su parte, el señor Mota une a sus diversos títulos académicos el habitual dictado de conferencias sobre educación, matrimonio y familia; también se halla estrechamente relacionado con la secta fundada por José María Escrivá de Balaguer.

Así pues, cuando el señor Mota basa su discurso en la opinión de “muchos psiquiatras y médicos”, debería explicar que se trata más bien de psiquiatras y médicos del sector más integrista de la Iglesia Católica, y que afortunadamente no son tantos; aunque estamos seguros de que sí los suficientes para las necesidades intelectuales de quienes todavía aplican a la homosexualidad conceptos morales como “tendencia desordenada” y diagnósticos como “compulsión neurótica” o “complejo de autocompasión”.

Estamos ante un prejuicio basado en argumentos como el siguiente: la homosexualidad no es natural y lo que no es natural es enfermizo, luego la homosexualidad es enfermiza. Se trata de un falso silogismo basado en premisas falsas: baste recordar que, por un lado, la sexualidad y la afectividad en general son naturales, independientemente del sexo de sus actores, y las no destinadas a procrear también (y el reino animal lo confirma); y que, en cualquier caso, tampoco es precisamente natural operar con láser para remediar una hernia discal, ni cantar con afectada voz y disfrazado de Moro de Venecia en un auditorio repleto de congéneres, ni leer a Homero, ni disfrutar con los diversos matices del vino, ni comunicarse por correo electrónico. ¿Quizá debiéramos renunciar también a todas estas antinaturales prácticas?

Otra afirmación que siempre asumimos es que la heterosexualidad es normal; luego la homosexualidad no puede ser sino una desviación. Para el señor Mota, que algunos homosexuales sufran desequilibrios emocionales significa que la homosexualidad es esencialmente desequilibrada... Pues claro que hay homosexuales que sufren desequilibrios y que no son felices: la presencia en la sociedad de sujetos (incluidos algunos pseudocientíficos) que siguen clasificando las conductas sexuales y afectivas en términos de normalidad y anormalidad no puede tener otros efectos. Pues claro que hay homosexuales que desearían no serlo, y que algunos incluso piden ayuda para dejar de serlo. También muchos ciudadanos negros de la Alabama profunda habrán sufrido depresiones a lo largo de siglos de esclavitud, y habrían renunciado con gusto a su color ante la eventualidad de ser emasculados por el Ku Klux Klan. Seguramente los psicólogos del Opus deducirán de ello que los negros son anormales y desequilibrados por naturaleza.

¿Cómo mantener la entereza ante las constantes agresiones y la presión abrumadora de una sociedad tolerante sólo en apariencia? Una apariencia que se esfuma, por ejemplo, en cuanto abrimos las páginas de un periódico y leemos que un homosexual ha abusado de un menor, mientras que en los casos de abusos a menores por parte de los heterosexuales jamás se especifica la orientación sexual del delincuente. Una tolerancia que demasiadas veces consiste en afirmar que “los mariquitas son muy majos y tienen muy buen gusto”, para aclarar inmediatamente, por si las moscas: “pero ojo, a mí me gustan las chicas”. No veo cómo mantener ya no solamente la entereza, sino una actitud pacífica ante la acometida permanente de los chistes, la condescendencia, el desprecio, el odio, la violencia, la risa.

Pero para el señor Mota el desequilibrio es connatural a la homosexualidad. Supongo que los ejemplos de homosexuales notorios y notables como Alejandro Magno, Julio César, Oscar Wilde o Federico García Lorca en nada afectan a su diagnóstico de inmadurez. Nos creemos en la obligación de recordar que cuando alguien habla de la homosexualidad o de cualquier otra circunstancia como de una “desviación”, a su lado no tardará en surgir el redentor (en el mejor caso) o el represor que reconduzca a los desviados por el buen camino. Desviados o invertidos, los homosexuales parecen herir a estos apóstoles de la rectitud con su mera existencia o con su conducta privada, que a nadie debería ofender sino a quienes reprimen como algo sucio cualquier manifestación del sexo.

Casi todo lo que se suele predicar de los homosexuales podría serle aplicado a los heterosexuales si escogiésemos bien los individuos: ¿no conocemos heterosexuales inmaduros, obsesos, depresivos, neuróticos, desequilibrados? Pero a nadie se le ocurrirá atribuir esos desequilibrios a su heterosexualidad. Y, si se trata de infelicidades o trastornos relacionados con el sexo, que los hay, no hay cristiano que recomiende la curación de la heterosexualidad. Por fortuna, muchos ciudadanos nos mantendremos, en lo posible, al margen de juicios previos y de sofismas de seminario. Pese a lo que ciertos casos tienden a evidenciar, rechazamos seriamente la hipótesis de que la heterosexualidad presuponga mentecatez ni retraso mental; preferimos creer, sencillamente, que tomar la Biblia como algo más que lo que es (un magnífico documento histórico y literario) es incompatible con una percepción correcta de la realidad. Canarias 7.

16 septiembre 2002

Generalizaciones en la prensa

Tendemos a errar en una parte indeterminada de nuestras decisiones. Es de suponer que, como cuando hablamos del desempleo, existe en nuestra actuación un porcentaje de yerro estructural, una cuota de error que nos impide ser divinos, con firmeza asienta nuestros pies en el suelo y, por otro lado, nos sirve de punto de comparación a la hora de valorar nuestros propios aciertos (ya que tan rara vez apreciamos los ajenos).

Hay, no obstante, un tipo de error en el que, pese a la facilidad con que podríamos evitarlo, incurrimos una y otra vez a lo largo de nuestra errante vida. Incluimos en esa modalidad todo fallo derivado de irreflexiva generalización. Todos sabemos, y lo repetimos en conversaciones al socaire de la barra de un bar, que “generalizar no es bueno”, que “toda generalización induce a error”. Una viejita de mi familia solía quejarse del vicio de la generalización por medio de un refrán castizo: “para una vez que maté un perro, me llamaron mataperros”. Cuesta poco evitar este estúpido género de equivocación, que no nos sirve ya para demostrar la condición falible del hombre, sino más bien la deplorable inclinación de algunos individuos a pensar poco y mal. Y, sin embargo, no hacemos sino caer en ella una vez y otra.

En triste ilustración de las líneas anteriores, no podemos sino sonrojarnos ante cierta campaña publicitaria reciente, mediante la cual un diario de Las Palmas pretende ganar lectores y, sobre todo, lectoras. En el anuncio, un satisfecho matrimonio se reparte los papeles conforme a la generalización más fácil y quizá inmoral de las que gastamos a diario: el marido lee el periódico, y la mujer, toda ñoñería y caricias hacia su cónyuge, consume con fruición el contenido de una revista del corazón célebre por su poca credibilidad y en general por su calidad infame, revista que ahora se adjunta al citado rotativo palmense los fines de semana. Creemos sinceramente que no caben comentarios ante semejante insulto.

Más y más doloroso si cabe: durante semanas, cierto diario nacional ha sacado en primera plana noticias en las que ciudadanos colombianos cometen graves delitos, al parecer, no en su calidad de delincuentes, sino en la de colombianos. ¿A qué, si no, titular “Dos colombianos asaltan, etc.”, o “Los crímenes cometidos este año por colombianos ascienden a, etc.”? La generalización proviene, en este caso, de la repetición, dado que si el lector se acostumbra a asociar “colombiano” con “delito”, difícilmente aceptará luego que haya colombianos honrados sino por excepción.

De nada vale que todos conozcamos mujeres que trabajan en la Universidad como catedráticas de literatura, ni que sepamos perfectamente que nuestro ginecólogo y nuestra asistenta son colombianos y honestos profesionales. La generalización es una taimada suerte de discriminación, que nos hace parecer razonablemente ecuánimes por cuanto de buena fe aceptamos como excepciones (“mis vecinos son colombianos, pero son muy buenas personas”) lo que no es sino desprejuiciada realidad. Nadie se ha molestado en proclamar en la primera página de un diario el siguiente titular (que evidentemente improviso): “El noventa y nueve por ciento de las asistentas de hogar colombianas no han robado nunca a sus empleadores, pese a que habitualmente trabajan para ellos en condiciones de explotación”; o “La práctica totalidad del colectivo de colombianos jamás ha participado en acciones de secuestro o asesinato”. No sería noticia. Ni nos confirmaría torpemente una de nuestras más atávicas convicciones secretas: la de que el extranjero es culpable mientras no se demuestre lo contrario. Y así, en nuestro sólido imaginario, el colombiano delinque porque para eso vino a nuestro país, y la mujer lee la prensa rosa porque es incapaz de ocuparse de asuntos más serios (como, podríamos ironizar, la clasificación de la Segunda División del fútbol nacional). Hay algo más: lo que en el ciudadano es error reprochable, en un medio periodístico supone vil atentado.

Decíamos al empezar que seguramente hay que contar con un género de error insalvable, el que nos imponen nuestras humanas limitaciones; pero que hay errores, y entre ellos se encuentra la discriminación que conlleva la generalización, que entran de lleno en la categoría de lo estúpido, cuando no de lo llanamente interesado. Esta cuota de equivocación es vitanda y es evitable. El pensamiento, como todas nuestras capacidades, se puede entrenar; sólo hace falta pararse a meditar unos minutos todos los días (cualquier pretexto es bueno), hasta que el curso del pensar se convierta en algo natural y quede libre de los frenos y las cadenas del automatismo ramplón. Propongo que reduzcamos al mínimo nuestro margen de error: no generalicemos. Eludamos expresiones del tipo “Todos los colombianos son...”, o “Las mujeres generalmente prefieren...” Seamos un poco más justos con nosotros mismos y con los demás. Seamos y dejemos ser. Canarias 7.

12 agosto 2002

El discurso del cinismo

En el seno de los Primeros Cursos de Verano que están teniendo lugar en la Universidad Atlántica (Pájara, Fuerteventura), hemos escuchado una interesante disertación de Marcos Magaña, presidente de la Asociación Latinoamericana de Consultores Políticos. La ponencia tenía por título “Cómo decidir la estrategia de una campaña electoral”, y su contenido es acumulable al de la que hoy dictará el mismo orador en aquel foro, “Organización de una campaña electoral”. De estas lecciones (pero, sobre todo, de su escenificación) puede el asistente extraer magníficas conclusiones.

Los consultores políticos forman un gremio relativamente novedoso que adorna nuestra sociedad con sus modales de ejecutivos jóvenes y eficaces, de gente pragmática que está de vuelta de idealismos y planteamientos éticos, porque “a ellos les pagan por ganar elecciones”. Profesionalmente aúpan o intentan aupar al poder a aquél que paga, no a aquel con quien comulgan (si es que comulgan con alguien); en esto se parecen mucho a los abogados venales y a los médicos de cirugía estética, mas con una diferencia: también hay médicos que curan el paludismo a los niños del África ecuatorial; también hay abogados que defienden a los trabajadores maltratados por sus empleadores, o a las víctimas del terrorismo; pero no hay consultores políticos profesionales que no antepongan su paga al ideal de justicia. El consultor político asesora por igual al democristiano y al socialista, porque su oficio no tiene que ver con las ideas, sino con el márquetin. Para ellos, un candidato es un cliente, y una campaña electoral no muy diferente de una campaña publicitaria.

Y es en ese terreno donde escuchamos afirmaciones absolutamente despreocupadas como las siguientes: “el votante no decide su voto por las ideas, sino por las imágenes”; o “el voto nada tiene que ver con la realidad, sino con la percepción”. Así de claro lo tienen, y así lo aseguran, quienes estudian ese fenómeno tan obsceno de nuestro sistema político que son las campañas electorales; quienes, por otro lado, viven de ellas.

Ante tal evidencia, que ya sospechábamos antes de que los profesionales nos lo confirmaran con toda rotundidad, no nos cabe sino preguntarnos si esto realmente se puede llamar estado de derecho o más bien estamos todos sumidos en un cómodo y paternalista régimen oligárquico, plutocrático, que aceptamos porque la extorsión no se nos hace demasiado evidente, o porque la parte que nos llevamos del pastel aparentemente satisface las aspiraciones de la mayoría. Con ellas satisfechas, nos da igual si las de las minorías (y las de las mayorías ajenas al sistema) están insatisfechas o abiertamente desatendidas.

También caben otras preguntas: ¿nuestro sistema político es tan absurdo porque no puede ser de otra forma? Algunos nos resistimos a creerlo, y hay experimentos que nos indican que, sin alejarnos de la moderación, existen alternativas reales (pienso ahora en Portalegre, Brasil). Un tercer interrogante se refiere al paso del tiempo: ¿tanta corrupción es connatural al zoon politikon, o ha habido épocas más felices en que unas elecciones eran realmente unas elecciones, y no sólo un juego mediático? Porque una respuesta afirmativa dejaría abierta la puerta de la esperanza: lo que ha sido, puede volver a ser.

Lo que en el terreno electoral nos explica el señor Magaña desde la complaciente constatación, lo viene denunciando el crítico y pensador Jorge Rodríguez Padrón en el campo de la literatura y de la cultura. El palmense ha publicado en lo que llevamos de año tres libros de ensayo: Narrativa en Canarias: compromisos y dimisiones, texto ampliado de una controvertidísima conferencia tinerfeña; Salvando las distancias, que recoge una colección de artículos publicados en este diario; y El discurso del cinismo, libro del que él sabrá perdonarme tome yo el título de esta columna y en el que este “defensor de causas perdidas” denuncia con gran rigor la superficialidad de nuestra cultura oficial, su improvisación e interesada simplificación, la ausencia de compromiso ético de nuestros intelectuales, su voluntaria carencia de calado, su alianza con el poder... Ya lo advertía severamente Trotski: el intelectual será, entre todos los profesionales, el último en ponerse al servicio de la revolución.

Porque, aun cuando todos somos conscientes de que las afirmaciones del señor Magaña responden a la más contundente realidad, nadie se aparta de ese mundo de corrupción estructural. Nadie decide (ni en la cultura ni en la política) quedarse al margen y utilizar la palabra de una forma creativa y libre, sin ligazón con el poder, como promueve Rodríguez Padrón. Porque lo que él defiende para la literatura se puede defender para la política: la vuelta a la reflexión y a las ideas, y no a la información mera y veloz; el regreso de la ética y el destierro de un pragmatismo en cuyo nombre se nos ha arrebatado nuestra condición de hombres libres y se nos ha asignado la más triste de consumidores; el olvido de las razones utilitarias (nadie más utilitario, por ejemplo, que Ariel Sharon) y el imperio de los principios; el afán por la siembra, y no por la cosecha.

La palabra del político, si lo pensamos despacio, no difiere tanto de la palabra del poeta: es una palabra destinada a transformar el mundo, a conmover y a remover las conciencias con su permanente cuestionar la realidad. Cuando el poeta renuncia a esta sagrada misión, se convierte en lamentable funcionario (vuelvo a Rodríguez Padrón, y a Jorge Oteiza), más o menos municipal, al servicio de la pseudocultura. Cuando el político renuncia a los significados y hace que su discurso gire en torno a los significantes, se convierte en factótum de la oligarquía. O en oligarca. Y ahí estamos, pero no deseamos perder la esperanza de que la situación cambie algún día. Canarias 7.

09 agosto 2002

Mobbing (nota aclaratoria)

En relación con mi artículo "Mobbing", aparecido en La Opinión días atrás (el 6 de agosto), me gustaría aclarar públicamente que el desfase que se observa entre el texto y la realidad se debe a causas internas del periódico, y no a mi desconocimiento del hecho de que, efectivamente, la Administración ya ha tomado cartas en el conflicto entre el anterior jefe de la oficina de Trabajo de la Junta en Zamora, presuntamente acosador, y los empleados que se dijeron acosados por él, y le ha dado solución. Por solución entiendo el cese “a petición propia” del personaje aludido.

Quede claro que el artículo fue enviado a la redacción del diario con fecha de 30 de mayo, y considero que el retraso de dos meses en su publicación afecta a su oportunidad.

No obstante, me reafirmo en los principios que informan el texto y, sobre todo, me congratulo de que por una vez se haya hecho justicia y de que no siempre el poderoso campe en la Administración por sus respetos. Para ello, claro está, tiene que darse la feliz circunstancia de que los ciudadanos luchen valientemente por sus derechos.

Reciban mi enhorabuena los tres presuntos acosados; mi reprobación aquéllos que, en su día, actuaron en este asunto movidos por el miedo y firmaron una declaración vil; y mi franco desprecio quienes lo hicieron llevados por cierta deleznable tendencia a la connivencia con el poder. La Opinión-El Correo de Zamora.

06 agosto 2002

Mobbing

Ya va para dos años que dejé Zamora. Las circunstancias de la vida, que nunca es previsible, me llevaron a habitar este pedazo de tierra pedregosa en medio del Atlántico: Fuerteventura, una isla con la que ya me unen bastantes cosas más que dos años de mera vivienda. El sol -¡el sol!-; las historias de conquistadores y de piratas; las tradiciones frescas en un lugar en que hasta hace un par de décadas no había sino tradiciones; una tierra que crece, un paraíso a punto de cuajar o de perderse definitivamente a causa del progreso... Pero ésta es una historia muy larga y tal vez de escaso interés para el lector. Hoy vuelvo a Zamora como el animal a la fuente, como el niño al calor del regazo de su madre; como el viejo a las huellas de su niñez. Con deseo.

Y, para mi disgusto, me encuentro que algunos viejos vicios no cambian nunca. No deja de sorprenderme que uno de los mayores motivos de debate público hoy en la vieja capital del Duero lleve nombre anglosajón: mobbing, pese a que su existencia se remonte a la mismísima Biblia: ¿qué otra cosa sino acoso en el trabajo sufrió José por parte de la mujer de Putifar? El origen de ese acoso puede ser diverso, y tanto el José mítico como la admirable Nevenka Fernández lo sufrieron por negarse a otorgar servicios sexuales a sus respectivos jefes. En otros casos, los motivos son de distinta índole, pero el resultado es el mismo: el empleado se ve molestado, ninguneado, despreciado, vejado sistemáticamente y hasta injustamente sancionado por su superior, y la tensión psicológica que trabajar en tales condiciones produce le ocasiona trastornos en su salud física y psíquica. Todos hemos conocido casos; sólo que, antes, nos creíamos que no nos quedaba sino someternos o marcharnos. Hoy el mobbing está perfectamente tipificado y, en las sociedades progresistas, perseguido.

A nadie deseo yo que pase por semejante trance. Se ha hecho justicia con el exjefe y acosador de Nevenka Fernández (el impresentable alcalde de Ponferrada), pero sólo a costa de innumerables sufrimientos por parte de la víctima del acoso, que ha tenido el valor y la resistencia suficientes como para sacar adelante un proceso en que muchos, y no sólo algún fiscal desprovisto de neuronas, la contemplaban como culpable. Así es todavía nuestra sociedad: en el fondo, todavía creemos que el jefe siempre tiene la razón y que, si alguien denuncia a su jefe, es porque es un rebelde nato, un buscaproblemas, un camorrista. En cuántas ocasiones no le habrán aconsejado a Nevenka que recoja velas, que se esconda en algún lugar lejano, que desista de un proceso al que tenía todo el derecho del mundo... Hoy, sin embargo, esos mismos la felicitarán.

Por eso no me extraña la frialdad, cuando no franca hostilidad, con que algunos medios y, sobre todo, algunas autoridades contemplan la situación de tres empleados de la oficina zamorana de Trabajo de la Junta de Castilla y León. Tres empleados han alegado estar siendo acosados por un mismo superior. Se dice pronto: ¡tres empleados!, en un país en que señalar al superior se considera suicida. Algo muy grave debe suceder cuando tres empleados se atreven a dar un paso con el que la sociedad muestra tan escasa comprensión y que, por otra parte, les depara un angustioso estado de provisionalidad. Se trata de tres pioneros, como Nevenka Fernández, a quienes, si un día se les reconoce la razón de sus demandas, todo el mundo querrá dar palmaditas en la espalda. De los padecimientos que experimentan en estos momentos ellos y sus familias, nadie sabemos ni sabremos nada.

Algo muy grave, efectivamente, está sucediendo cuando buena parte del resto de los subordinados del presunto acosador, en un episodio tan evidentemente coactivo que causa sonrojo, firman un escrito en defensa de su jefe. Algo muy grave, sí, cuando alguna autoridad amenaza públicamente, en estas mismas páginas, con las posibles consecuencias que tendrían lugar en el caso de que las demandas resultasen infundadas, ejerciendo de nuevo una coacción que en nada ayuda a aclarar el conflicto. Algo muy grave, en fin, cuando, antes de llegarse a las demandas, la delegada de la Junta en Zamora no ha intervenido para resolver un problema que afecta al normal funcionamiento de la oficina de Trabajo. La señora delegada se acoge al viejo “mantenella y no enmendalla”, pasando por encima de la operatividad de la oficina y del exigible servicio al ciudadano. ¿En qué beneficia a la señora delegada el enquistamiento de un problema? ¿A qué o a quién temen las autoridades?

Ya hace casi dos años que uno se fue de Zamora, pero uno es de allí y estas noticias no le causan sorpresa: uno ya ha tenido demasiados indicios de que a determinados señores les da exactamente igual que sus respectivos departamentos funcionen bien o mal, y de que lo único que satisface sus respectivos egos es que les hagan la pelota. Zamora es pequeña y todos nos conocemos; pero, como no bastan los chismorreos, hace falta que, en este caso, las autoridades de la Junta, de quienes depende que el problema se solucione o no, dejen de ejercer su presión para que nada cambie y tomen cartas en el asunto de verdad. Con los informes necesarios, con transparencia e imparcialidad, sin paños calientes. Los ciudadanos tienen derecho a que esa oficina funcione correctamente, y los presuntos damnificados a que sus reclamaciones sean escuchadas, aunque no pertenezcan a ninguna casta ni disfruten de enchufe alguno. Sólo porque aún nos creemos aquello del imperio de la ley. Nevenka nos ha confirmado que, al menos a veces, la ley funciona contra el acoso del cacique. La Opinión-El Correo de Zamora.

28 julio 2002

Sáhara Occidental, en serio

En artículo publicado en Canarias 7 el pasado día 9 de junio, don Antonio Castellano se pronuncia contra la entonces reciente “aventurita bananaria” (así la califica) de los representantes canarios en el aeropuerto de El Aaiún, donde las autoridades de la potencia (Marruecos) que hoy ocupa militarmente la mayor parte de aquel país (Sáhara Occidental) no sólo les impidieron el paso, sino que los trataron como a delincuentes. Coincidimos plenamente con la inoportunidad de un viaje desaconsejado por el Gobierno y planeado, según todo parece indicar, con poca precaución y menos serenidad. No obstante, no podemos coincidir con la omisión que en su discurso hace el señor Castellano de los derechos de los saharauis, que parece despreciar como cosa de poca monta.

Siempre que un orador o escritor comienza su alegato invocando la autoridad de Bismarck, nos echamos a temblar: el Canciller de Hierro se hizo célebre por su falta de escrúpulos y por su espíritu práctico frente a cualquier consideración ética. También por su conservadurismo. El señor Castellano nos confirma estas sensaciones cuando nos invita a “agudizar al máximo el sentido práctico”. Líneas antes, ha llegado a afirmar que “la realidad, como todo, ha de ser gestionada como si se tratara de una empresa o proyecto, buscando la eficacia y la eficiencia, es decir, obtener el mejor resultado al menor coste”. El párrafo es significativo del maquiavelismo que defiende el señor Castellano, al que, en política exterior, parece no importar otra cosa que los réditos.

Pero no, señor Castellano; cuando usted anima a los defensores del pueblo saharaui a no interferir, a dejar “esta delicada cuestión en manos del Gobierno central”, porque “no hay razón para que Canarias sea beligerante en este asunto”, está usted defendiendo la fuerza de las armas marroquíes. Mantiene usted que España ha de negociar “con el reino alauita acuerdos de pesca, cooperación en el control de la inmigración irregular”, etc. También alerta usted sobre el peligro de radicalización islámica en el Magreb. Todo ello hace necesario, según usted, contemporizar con la dictadura marroquí.

La pregunta es: ¿un ciudadano ha de aceptar sin más los hechos que se le dan o debe aspirar libremente a modificar las realidades que no le parezcan justas? Porque si usted elige la opción primera, no hay nada más que argumentar; pero si acepta usted que los ciudadanos tienen derecho a defender las posturas a su juicio más éticas, y no necesariamente las más beneficiosas, estará conmigo en que la actitud de los defensores de los saharauis comienza a cobrar sentido.

Y claro que hay más posibilidades que la de aceptar simplemente los hechos consumados. Una forma de solucionar el feo trámite de tener que negociar la pesca atlántica con un usurpador es promover la devolución de las tierras y las aguas saharauis a sus verdaderos dueños. Una forma de combatir las mafias que hoy operan desde El Aaiún con la connivencia de la policía marroquí es devolver a la República Saharaui la soberanía efectiva sobre su capital. Una forma de mantener alejado de las Canarias el fantasma del integrismo musulmán es promover la vecindad con gobiernos moderados y que no fomenten, por su tiranía, la reacción fundamentalista; es decir, por ejemplo, la vecindad con el Frente Polisario, cuya moderación en muchos aspectos (en lo razonable de su sistema político, en el respeto a sus mujeres, en el trato a sus prisioneros marroquíes y un largo etcétera) es de todos conocida y convierte al saharaui en el pueblo musulmán menos susceptible de caer en las simas de la revolución islámica.

Pero, aunque todo eso no fuera cierto y la vecindad con los saharauis prometiera ser dificultosa y agria, ¿la mera justicia histórica no es un argumento suficiente para el señor Castellano? ¿No basta el hecho de que el Sáhara sea un país ocupado por una potencia extranjera para querer su libertad? ¿No bastan los testimonios de tortura, las muertes, los cientos de desaparecidos en las cárceles marroquíes, el exilio de cientos de miles de civiles, para desear que la situación cambie? Esto no son “palabras altisonantes”, ni los desplantes son “anacrónicos”. Desplantes anacrónicos los tenemos todos los días, servidos por un gobierno responsable de muchas violaciones de los derechos humanos (me refiero, sí, al de Mohamed VI) y contestados tibiamente por nuestro gobierno y por todos nosotros, que parecemos haber olvidado que, hace sólo treinta años, muchos canarios y muchos otros españoles se ganaban la vida en aquellas tierras, en hermandad con quienes hoy sufren el destierro en el seco pedregal de Tinduf y, no obstante, todavía guardan orgullosamente el español como lengua nacional.

No, señor Castellano: no bastan los motivos de eficacia ni de conveniencia. Una política exterior como ésa está condenada al fracaso. La prueba es que los sucesivos intentos de confraternización de los gobiernos González y Aznar no han servido para otra cosa que no fuese incrementar progresivamente la arrogancia de Hassán II, primero, y hoy la de su hijo. Hace falta un plante. Hace falta buscar (recuerde a su admirado Bismarck) un aliado estratégico en la retaguardia (y entiéndanse las imágenes bélicas como lo que son: imágenes). Hace falta promover la independencia de un Sáhara Occidental amigo, y para ello es necesario que se celebre un referéndum justo.

Los canarios tienen sobrados motivos para ser beligerantes en este asunto. Sea este artículo más un llamamiento a movilizarse en favor de los hermanos del otro lado del mar, y menos una respuesta a quien queda contestado con sus propios y bismarckianos argumentos. Canarias 7.

18 julio 2002

Banderas, nacionalismo e historia

Llega San Buenaventura y en Betancuria se rememoran los orígenes insulares paseando el Pendón de Castilla por las calles en militar desfile. A algunos, esto les parece inadecuado. La Comisión de Jóvenes de Asamblea Majorera-Coalición Canaria se siente ofendida por un acto que, dice, “representa el dominio colonial sobre Canarias”, exalta los “valores centralistas” y olvida el “expolio del pueblo aborigen”. Aprovechan los jóvenes nacionalistas para reivindicar la bandera de las estrellas verdes como propia “de todos los canarios y canarias”. Dejando aparte la deficiente redacción de la nota difundida en prensa y su escaso rigor argumental, nos divertiría, si no fuese lamentable, este llamamiento en contra de una celebración tradicional que recoge las raíces mismas de la Villa como localidad y de los majoreros como pueblo.

Porque así es: la cultura de los majoreros no tiene sus raíces tanto en el pueblo aborigen expoliado por los conquistadores castellanos (que las tiene, en una proporción exigua pero también muy importante) como en esa Corona de Castilla a la que las Canarias pertenecen históricamente y que los jóvenes asamblearios repudian. Fuerteventura ha sido tradicionalmente y es una isla habitada por pueblos de diversas procedencias, y su cultura es, con la fertilidad que aporta el mestizaje, fundamentalmente occidental y, particularmente, de raigambre castellana y portuguesa. En casi todas las manifestaciones culturales canarias podemos encontrar abrumadoramente más antecedentes europeos que aborígenes, lo que es natural, dado el escaso progreso material y espiritual de aquel pueblo que, no obstante, tenía tanto derecho a la perduración como cualquier otro cuando normandos y castellanos llegaron a estas costas. ¿Qué otra cosa habrían de celebrar los habitantes de Betancuria, si su existencia como comunidad está ligada a la presencia de Castilla?

La historia de Fuerteventura, una historia de abandono y marginación, no es distinta en este sentido a la de Extremadura, Irlanda o Sierra Leona: la historia de la explotación de los desheredados por quienes todo lo poseen. Transmutar tal realidad histórico-social en un enfrentamiento histórico-nacional es ignorante o mendaz, y reducir la interpretación de la historia a un combate entre buenos (los de aquí) y malos (los de fuera) resulta más propio del espectador de Gran Hermano que del lector de libros de historia. Algunos abusan del termino “colonial” o “colonizador” sin saber muy bien de lo que están hablando, sin considerar que para que se dé la colonización han de existir dos pueblos diferenciados y uno de ellos ha de explotar económicamente al otro sin mezclarse con él. El caso de Fuerteventura (el caso canario) no es un caso colonial, sino algo mucho más simple y difícil a la vez: se trata de la vieja lucha de clases.

Cuando en el siglo XVI unos pocos majoreros explotaban a los demás y estos últimos, fueran de madre aborigen o cristiana, tenían que huir del hambre y emigraban, y los primeros los sustituían con esclavos capturados en Berbería, majoreros eran ya todos: el señor, el pastor y el morisco. Majoreros de diversos orígenes, de antigüedad diferente, pero todos habitantes felices o desgraciados de esta isla. Cuando, algunas centurias más tarde, muchos todavía debían vender sus escasas propiedades y emigrar para evitar la muerte por inanición, otros acumulaban riquezas bloqueando la circulación del grano y comprando los terrenos de los que huían a bajo precio. Los opresores (los Dumpiérrez, los Manrique, los Cabrera, los Rugama) eran tan majoreros como los oprimidos. No eran canarios contra castellanos, no; eran los poderosos contra el pueblo. Como siempre. Como en todas partes. También como hoy.

Hoy, este enfrentamiento permanece entre nosotros, latente en una sociedad en la que el flujo de dinero fácil, por un lado, y el germen totalitario y simplificador del nacionalismo, por otro, ciegan al ciudadano y lo inhabilitan para velar por sus intereses a largo plazo. Esos jóvenes que reivindican banderas autóctonas y encima tienen la desfachatez de hablar de “debates productivos” harían mejor en reclamar a sus mayores políticos que trabajasen por una isla sin desvirtuar, que hiciesen algo por evitar la bastarda almoneda de la tierra majorera a que estamos asistiendo, por asegurar el respeto al patrimonio medioambiental, por erradicar las diferencias económicas, por garantizar la sanidad para todos, por ofrecer a su pueblo un desarrollo cultural valioso y desprejuiciado. Enarbolar banderas, acentuar las particularidades en detrimento de lo que nos une, confundir la mitología o la mera falsedad con la historia, nos parece, no contribuye en absoluto al progreso de los pueblos; pero sí permite que quienes los explotan (o permiten que otros lo hagan) exhiban eficaces coartadas o alcen cortinas de humo que oculten sus culpas.

Eso es lo que hace Mohamed VI, responsable de la opresión y la miseria en que el pueblo marroquí vive, cuando invade Isla Perejil. Es también el proceder de Arzalluz e Ibarretxe, prisioneros de su clientela, cuando se alían con el terrorismo y reclaman soberanías que saben imposibles. E igualmente es la actitud del nacionalismo insular, sin posibilidad o sin voluntad de frenar la destrucción de nuestro patrimonio natural, incapaz de eliminar el clientelismo que reina y de apagar la permanente sospecha de una corrupción que cualquier día podría revelarse estructural, cuando recurre al viejo truco de ondear banderas.

Nadie defiende las violencias pretéritas, ni a nadie agrada el papel tradicionalmente asignado a los militares en Fuerteventura. Pero no es de recibo idealizar el pasado: ¿acaso los aborígenes canarios no hubieran sometido a otros pueblos vecinos con las armas si en aquel violento siglo XV hubiesen alcanzado un desarrollo tecnológico similar al de Castilla?, ¿tan ingenuos somos?. Ni nos vale el rechazo genérico a lo militar, muy propio del pseudoprogresismo occidental pero que se contradice con, por ejemplo, los recientes llamamientos de Paulino Rivero, presidente de Coalición Canaria, para que el gobierno de la Nación mantenga una postura firme ante Marruecos en su actual contencioso. ¿Queremos o no queremos ejércitos? Cuando hablamos de banderas, nos tememos, estamos hablando de cosas que nada tienen que ver con la realidad histórica, ni con las necesidades presentes, ni con criterio sólido alguno. Y es que, a oídos de los menos advertidos, las pamplinas, a fuerza de mucho repetirlas, se convierten en verdades. Canarias 7 Fuerteventura.

07 julio 2002

En defensa de las mujeres

Éste parece ser el grito de guerra del presidente del gobierno autónomo de Castilla-La Mancha, el socialista José Bono. Erigiéndose en adalid del género femenino, su gobierno acaba de presentar en el parlamento de aquella región un proyecto de reforma de la ley electoral en virtud del cual las candidaturas deberán contener un 50 por ciento de mujeres. No es la primera barbaridad del prócer manchego: ya antes se había hecho célebre por enviar a mejor vida el principio de reinserción social de los penados al pretender publicar (no recuerdo si finalmente lo consiguió) las listas de los condenados judicialmente por malos tratos a las mujeres. Cuando confundimos el tocino con la velocidad pasan cosas como éstas.

Quien respete a las mujeres no puede sino indignarse cuando, en nombre de la defensa de la mujer, alguien decide pasar por alto que un condenado que ha pagado su pena conforme a sentencia está limpio ante la sociedad, por muy infame que fuese su falta. Publicar el nombre de los maltratadores, o de los violadores, o de los atracadores de bancos, no remedia la existencia de los delitos, pero sí destruye la dignidad de unas personas que ya han pagado por ellos y, además, cuestiona la validez de las penas de prisión: si la cárcel no redime, ¿para qué diablos encarcelamos a nuestros delincuentes? Y si redime, ¿por qué publicamos sus nombres en una grotesca reedición del sambenito medieval? Sólo un erróneo concepto de la solidaridad con las mujeres puede llevarnos a buscar la estigmatización legal de los exconvictos. Esto no es justicia; es venganza, y ha de avergonzar a mujeres y hombres por igual.

En el caso del nuevo procedimiento en el acceso a los escaños parlamentarios, de nuevo estamos ante una percepción errónea. Primero: la igualdad, como la libertad, no se otorga; se arranca. Si no, quien da esa igualdad permanece en posición de superioridad e, igual que la da, la puede arrebatar. Toda igualdad otorgada no sirve sino para perpetuar las desigualdades, salvando las formas sólo ante quien se deje engañar por semejantes maniobras. Si los hombres fuéramos mujeres, estaríamos indignados ante tanta falsa magnanimidad.

Segundo: la igualdad que propugna nuestra Constitución, que no es una constitución soviética, es la igualdad de oportunidades o de partida (y así lo interpretan constitucionalistas como Gregorio Peces Barba, un pensador no precisamente conservador), y no la igualdad de llegada. El mismo principio absurdo que inspira al gobierno Bono en la reforma del acceso al Parlamento debería, en caso contrario, valer en todos los ámbitos. A la hora de dar las notas en una clase de la ESO en Albacete o Guadalajara, deberían aprobar un 50 % de niños y un 50 % de niñas, y también deberían obtener sobresaliente niños y niñas por igual, y todo esto al margen de sus méritos académicos. Cuando los de Cuenca y Toledo optasen a un puesto en la administración autonómica, hombres y mujeres deberían repartirse los puestos en virtud de su sexo, y no de su idoneidad y méritos. Si hablamos del ámbito deportivo, ¿qué mayor injusticia cabrá en La Mancha que el hecho de que hombres y mujeres compitan por separado en casi todas las disciplinas, en lugar de competir juntos y repartirse a partes iguales las medallas?

Muy por el contrario, mientras la igualdad se reduzca artificialmente a la llegada, y no se promueva en la salida, nada habremos conseguido. Si aceptamos la propuesta del señor Bono, convendremos en que la defensa de los derechos de la mujer sólo puede ser bien ejercida por mujeres. Esto es institucionalizar la discriminación y aceptar que hombres y mujeres nunca se pondrán de acuerdo en aquello que a todos atañe: el respeto entre los sexos. No es igualar, como parece si estamos poco avisados; es separar definitivamente. Por otra parte, es negar a las mujeres el acceso a más de un 50 % de las listas. ¿No deberían obtener un 70 % si lo mereciesen? Pero no; el destino de las mujeres es cruel: cuando no son discriminadas o maltratadas, sale un hombre a defenderlas, y entonces es aún peor.

Por un razonamiento parecido, suponiendo que haya un 30 % de personas con sobrepeso en España, igual proporción de escaños habría de estar reservado a los obesos; debería establecerse una cuota para diputados con un coeficiente intelectual superior a 120; e idénticas consideraciones de porcentaje tendrían que ser aplicadas a la hora de asignar representación parlamentaria a colectivos como los testigos de Jehová, los conductores de guaguas o los coleccionistas de sellos; porque ¿quién sino un filatélico podría entender las necesidades de los demás filatélicos?

Este tipo de medidas aumenta la confusión y no resuelve nada. Son fruto de un punto de vista equivocado y de una profunda ignorancia, una manifestación de un espíritu muy de nuestra época, según el cual los signos son más importantes que sus significados. También los igualitaristas del castellano gustan de ultrajar las reglas del género gramatical y referirse siempre a “los hombres y las mujeres de nuestro partido” o apostrofar a “los compañeros y compañeras” o, lo que aún es más cursi, a los “compañer@s”, y creen que con ello la igualdad pasa a ser realidad. Pero, de la misma forma en que barbarizar el lenguaje no es suficiente para reformar la realidad, tampoco basta con facilitar el acceso de las mujeres en cualesquiera condiciones; hay que promover que todos, hombres y mujeres, partan de condiciones iguales: igual acceso a la educación, igual trato en la contratación, igual respeto en los puestos de trabajo, etc. Lo demás es ingenuidad o, nos tememos, demagogia. Canarias 7.

09 junio 2002

Bailes de taifas

El pasado sábado tuvo lugar, por segundo año consecutivo, el baile de taifas organizado en Puerto del Rosario por el Cabildo Insular y su Escuela de Folclore. Con mayor éxito y asistencia que en su edición anterior, ha sido desde entonces objeto de agria polémica en los medios majoreros y en las calles de la capital. El motivo de la discusión es la obligatoriedad de usar vestimentas tradicionales para aquellos que desearan entrar en el recinto en que se celebró la fiesta. Para los críticos, este requisito impuesto por la organización es excesivo, y le oponen diversos argumentos.

Algunos encuentran que la mera obligatoriedad es ya motivo suficiente para protestar. ¿Por qué imponer ciertos criterios indumentarios y no otros en una celebración que, dicen, se organiza con dineros públicos? A éstos les recordaremos que, cuando una discoteca o local privado de cualquier índole convoca, por ejemplo, una Fiesta de los Setenta, hay bofetadas en la puerta por entrar. Aquéllos a quienes no gustan los pantalones de campana ni las melenas jipis no entran, y santas pascuas. La diferencia es que, se dirá, una fiesta en un local privado no se organiza con dineros de todos los ciudadanos. Y así es; pero los dineros públicos están para aplicar una política cultural determinada por quienes (técnicos o políticos) la diseñan en los departamentos correspondientes de las administraciones públicas. Si no nos convence la aplicación de ese caudal, la solución al alcance de cualquiera es no volver a votar al responsable.

Los bailes de taifas de antes no eran así, dicen otros: no se acudía a ellos con traje de campesino, sino con las mejores galas que cada uno poseía. Efectivamente, los bailes de taifas de antaño no tenían mucho que ver con un desfile de modelos tradicionales de las siete islas. Tenían lugar, además, en pequeñas salas, no en un recinto ferial; tocaban unos cuantos músicos, no una gran orquesta folclórica; y no los convocaban instituciones, sino particulares. Pero es que los bailes de taifas, como tales, hace tiempo que pasaron a mejor vida: la función social que entonces cubrían la desempeñan hoy pubs, discotecas y bares; por no hablar de cine, televisión, viajes, etc. Suponemos que cuando el Cabildo intenta rescatar esta tradición es con la intención de preservar una parte aprovechable de la memoria colectiva, y no con la vana pretensión de resucitar lo que ya murió. Un baile de taifas era hace cien años una manifestación del ocio más o menos cotidiano. Un baile de taifas hoy día, en que esa función ya la cubren otras variedades del entretenimiento, hay que entenderlo como una manifestación folclórica y, por tanto, especial; sólo en la medida en que quienes participan año tras año se impliquen en su celebración, podremos integrarlo en la cultura cotidiana de los majoreros. No será como el de antes, pero habrá servido para experimentar sensaciones agradables. De nuevo tendrá una función, aunque no sea la misma.

Sólo un argumento es difícil de sortear entre los esgrimidos por quienes se oponen al requisito de la indumentaria típica: ésta es cara, y no todos tenemos capacidad para gastarnos ciertas sumas en un traje que, por otra parte, no usaremos a diario. Este razonamiento no será válido, claro está, en labios de todos aquéllos a quienes, por otro lado, no importe gastarse habitualmente miles de pesetas en otras modalidades de ocio durante sus fines de semana. A ellos habrá que recordarles cómo hace años los majoreros recorrían muchos kilómetros para asistir a alguno de estos bailes, calzándose sus únicos zapatos, como recuerda en su hermoso libro Roberto Hernández Bautista, sólo a la llegada al pueblo en que se celebraba la reunión, y quitándoselos de nuevo al regreso para no gastarlos más de lo estrictamente necesario. No propugnamos la vuelta a tales excesos del ahorro; pero hay que recordar también que el requisito, por lo que hemos podido comprobar, se exige de forma bastante flexible, y que algunos de los participantes sólo vestían a lo tradicional por su sombrero y su fajín. Igual que no se trata de un disfraz, sino de un vestido, tampoco hablamos de un uniforme, sino de un aire. Aún así, quizá sería una buena idea que los responsables de estas convocatorias facilitasen la asistencia a través de subvenciones, alquiler de elementos de la indumentaria o, tal vez, incluso, locales alternativos.

La convocatoria anual del baile de taifas es un beso que ha de servir para despertar tradiciones que yacían, polvorientas, en los armarios de institutos etnográficos y escuelas de folclore. Sabemos bien que el actual baile poco tiene que ver con los de otras épocas, empezando por una causa principal: la sociedad en que tiene lugar (rica, letrada, plural) nada tiene que ver con aquélla (depauperada, iletrada, endogámica). No obstante, el colorido de las vestimentas de La Palma o Tenerife, la elegancia sobria del traje majorero, lo exótico de la indumentaria del siglo XVIII (conforme a la interpretación de recientes estudios patrocinados por el Cabildo), la belleza y gozosa presunción de las ancianas o el improvisado desparpajo de los más jóvenes, moceando en insospechadas galas, nos han permitido sospechar que esta fiesta constituirá en poco tiempo tradición insustituible. Así sea. Canarias 7 Fuerteventura.

12 mayo 2002

Intolerancias

Miren ustedes por dónde, ya no tenemos en Puerto del Rosario homenaje al podenco canario. La desgarbada efigie del animal, que poblaba el parque sito en la confluencia de la calle Duero, la Avenida de los Reyes de España y la carretera de los Pozos, ya hace meses que perdió su rabo. Hoy podemos contemplar en su lugar al perro de San Roque, aunque no fuera ésa la intención del escultor ni la del Ayuntamiento cuando erigió el monumento. No sabíamos que Román Ramírez (¿o era Ramón Rodríguez?) hubiese establecido su negocio en nuestra ciudad, pero así es: entre nosotros hay un desrabador de perros, un cercenapodencos. Un memo, en fin, de quien ni siquiera nos queda la esperanza de que nos lea y se sienta aludido, porque seguramente no es capaz.

Tampoco era la idea de Nicolae Fleissig colocar una obra mutilada junto a los juzgados de la capital; pero, contra los designios del autor y de las instituciones promotoras, prevalece el criterio del desmochador de canes o de alguno de sus simiescos congéneres, que se ha dedicado a destrozar la pieza de mármol eliminando metódicamente, no sabemos si a golpes de martillo o a puros cabezazos, los cubitos exentos que adornaban su parte trasera. Ya no vamos a volver a hablar de las pintadas, basuras y deyecciones que suelen adornar y aromatizar el reloj de sol de Javier Camarasa y el acceso subterráneo al barrio de Tamogán.

Esta tribu de neandertaloides, cuyo déficit intelectual les impide reconocer las notables diferencias existentes entre el patrimonio público y las ladillas que sin duda mortifican sus respectivas entrepiernas, arruinan porque sí un patrimonio que no les pertenece y que, aunque les perteneciera, no tendrían derecho a destruir porque, a poco que valiese, valdría más que la suma del contenido de sus respectivos cráneos.

Ya sabemos que no se hunde el mundo porque se rompa una escultura. Algunos, además, argüirán que el valor artístico de alguna de ellas no es para tanto. No obstante, estamos seguros de que el desmochacanes no actúa como el justiciero que ataca el mal gusto, ni como el objetor que muestra su desacuerdo con una política cultural que considera errónea. No: el cagarrelojes y el avasallamármoles actúan como actúan porque sus meninges defectuosas no les permiten obrar de otra manera. Lo malo es que si, en vez de vivir en Puerto del Rosario, vivieran en Afganistán, posiblemente serían lapidadores de mujeres. Sin embargo, tampoco entonces sería para tanto: no se hundiría el mundo.

Desde estas líneas invitamos a las fuerzas de seguridad y a las empresas de desinsectación a emplearse a fondo y con la mayor dureza en la búsqueda, captura y fumigación de los miembros de esta cáfila de verdugos. No vamos a pedir, aunque no será por falta de ganas, que les administren su propia medicina al pobre cortador de rabos (¿se lo imaginan?), al atacamármoles, al pobre que no tiene donde orinar sino en la rotonda del reloj. Sí pedimos que se vigile estrechamente la propiedad pública y que, si en algún caso el autor de las fechorías es detenido, se le aplique el máximo rigor de la ley. No se puede ser blando con los vándalos ni con los intolerantes. Canarias 7 Fuerteventura.

24 marzo 2002

Sobre la gestión cultural en Fuerteventura

En el transcurso de una reciente tertulia en Radio Archipiélago en que se discutió acerca del estado general de la cultura y su gestión en la isla, quedaron bajo el coleto varios asuntos. Los contertulios, cordiales pero tal vez demasiado militantes, nos perdimos en las facetas más políticas o generales de un fenómeno que, desde estas líneas, hemos denunciado a menudo y seguiremos denunciando como factor de subdesarrollo, un factor especialmente dañino en el campo de la cultura: el nacionalismo. En el tintero quedaron otros fenómenos que caracterizan la gestión cultural en las instituciones majoreras y que exponemos aquí con la intención de prolongar un debate que nos parece saludable.

Uno de ellos, quizá el principal, es la confusión del objeto mismo de que se trata. Nuestros gestores culturales incluyen en su campo de acción, ya demasiado vasto por sí solo, manifestaciones que no le corresponden. Diferenciar entre arte y artesanía, o entre literatura y subliteratura, por ejemplo, clarificaría mucho las respectivas labores de salas de exposiciones y servicios de publicaciones. Separar los talleres de animación social de las jornadas más o menos académicas también ayudaría.

Un ejemplo de la indefinición que afecta a las políticas culturales majoreras lo proporciona la iniciativa del Ayuntamiento de Puerto del Rosario en materia de escultura pública. Es conocida la postura al respecto del concejal de Cultura, que defiende dos líneas de escultura: una fácil y otra difícil o, en otras palabras, una serie de obras muy deficientes pero fácilmente interpretables o consumibles por el público menos formado, por ser plenamente figurativas, y otra serie con mayores aspiraciones de cosmopolitismo y originalidad, que coloca el listón donde se supone debería estar. En resumidas cuentas, existe en la concejalía la voluntad de que los que no entienden vayan aprendiendo y los que entienden puedan disfrutar de obras más sofisticadas. Pero entre las competencias de un departamento de Cultura, no nos equivoquemos, no está la de educar al pueblo. Sí está la de ofrecerle cultura, y especialmente aquellas manifestaciones artísticas que, dejadas al albur del mercado, por su nula rentabilidad quedarían fuera del alcance del público. Para educar está el Bachillerato, y esto es competencia de Educación, no de Cultura.

De igual forma, se habla de talleres de trabajos manuales como si de cultura se tratase, y de espectáculos baratos de cabaré como si fueran teatro. Se presentan colecciones más o menos ordenadas bajo la etiqueta de museos (y, hablando de museos, no podemos dejar de insistir en recordar al Arciprestazgo que el Museo de Arte Sacro de Betancuria permanece en un estado vergonzoso de carcomido abandono). Se llama artistas a quienes no son sino artesanos, y a veces ni siquiera como tales valiosos. Y es que no todo es lo mismo, y el servicio a la ciudadanía no se ve precisamente favorecido por la confusión.

Entendámonos: no sólo hemos de tener ópera, poesía lírica y arte abstracto en nuestros programas. El cursillo de macramé no sólo se puede, sino que se debe efectuar, sólo que a eso no se le llama cultura, sino animación social, y pertenece al ámbito de Asuntos Sociales. Los monólogos soeces y mal pronunciados por Antonia San Juan son aceptables (me aseguran) pero, en cualquier caso, si no queremos ofender a la verdad no podremos calificarlos de arte, sino de espectáculo (y zafio). Se pretende homenajear al podenco canario con una estatua inane aunque, desde luego, no merecedora de mutilación por parte del vándalo que la convirtió en homenaje al perro de San Roque; pero el mejor homenaje sería una mejor protección contra los malos tratos y el frecuente abandono de animales por parte de sus dueños, y no una estatua que nada aporta desde el punto de vista artístico: el mundo canino suele ser competencia de los departamentos de Ganadería, y no de los de Cultura. Cuando una institución le paga al autor o a una editorial la publicación de un libro no está editando, sino patrocinando; lo cual es muy correcto, pero no se llama edición. Una biblioteca sólo es digna de su sagrado nombre si existe un catálogo racional y gracias a él podemos encontrar los libros en sus estanterías; si no, será más propio hablar de un almacén de libros, que sin duda supone para ellos un destino mejor que el vertedero.

Una de las causas más evidentes de la ausencia de criterios claros que comentamos es la escasez de personal con formación suficiente en los diversos campos de eso que llamamos la Cultura: en arte, en ciencias, en museos, en biblioteconomía, en edición y en gestión cultural. Generalmente quienes administran nuestra cultura proceden del campo de la administración, son funcionarios sin posibilidad ni obligación de gestionarla como Dios manda. También hay que decir (y es aquí donde entran una vez más el pernicioso filtro nacionalista y el nefasto clientelismo) que demasiados responsables políticos creen equivocadamente que favorecen lo de aquí cuando, frente al trabajador foráneo, reservan los puestos de las administraciones públicas para los majoreros de origen, independientemente, y esto es muy grave, de su formación. A casi todos nos consta que así sucede. Y así condenan a majoreros y forasteros a la mala gestión de sus recursos culturales y, todo sea dicho, a una ineficacia administrativa general más allá de lo verosímil. Los buenos funcionarios, que hay muchos, sabrán reconocer estos vicios.

Para editar bien hacen falta técnicos editorialistas, sin los cuales un servicio de publicaciones no es propiamente tal. Para racionalizar una biblioteca son necesarios bibliotecónomos, para un museo gente de Museística y para una sala de exposiciones un galerista o comisario con suficiente experiencia. La prueba de que esto es una clave importante es que uno de los mayores e indiscutibles logros en el ámbito cultural, la política de estatuaria pública en la capital y, en particular, el I Simposio Internacional de Escultura, pese al exceso de improvisación en éste y a las luces y las sombras que presenta la primera, ha sido posible cuando el Ayuntamiento de Puerto del Rosario y el Cabildo se han hecho asesorar por alguien entendido en la materia.

En demasiadas ocasiones, por otra parte, los responsables políticos del área de Cultura de las distintas instituciones tienen mucho más de políticos que de cultos. No dan la talla porque su formación no se corresponde con ese área; ni, en ocasiones, con ninguna. Conocemos bien las excepciones, pero el panorama insular es desalentador en ese sentido. Por otro lado, las áreas de Cultura de las instituciones suelen tener la triste condición de apéndice: nadie es consejero o concejal de Cultura, sino de Obras Públicas y Cultura, o de Turismo y Cultura, o de Educación, Deportes y Cultura. Y el motivo no es la reducción de gastos (no seamos ingenuos), sino la auténtica consideración de área menor que la Cultura sufre; y esta consideración, por desgracia, no es sólo característica de Fuerteventura.

No se resuelven las carencias ni los desórdenes de la noche a la mañana. Fuerteventura está aún amaneciendo tras una oscura y multisecular noche de abandono. Está saliendo de ella muy deprisa y, como en otros aspectos, en la gestión cultural hay desajustes. Sólo un espíritu crítico, bien fundamentado y sin prejuicios puede abonar el terreno para las mejoras; sin crítica ni contraste de opiniones, esas mejoras resultarán superficiales, eternamente provisionales o simplemente falsas. Canarias 7 Fuerteventura.

23 marzo 2002

Concursos de misses

Uno tiende a pensar que, cuando una muchacha en torno a la tierna edad de dieciocho años, con el cuerpo de pan recién horneado y la personalidad, sin embargo, todavía semicruda, decide comerciar con su imagen y presentarse a un concurso de misses, la conclusión sólo puede ser que ha leído muy poco, que tiene muy poca estima por su condición de mujer y que, además, está muy mal aconsejada por unos padres que tampoco deben dedicar gran consideración al complemento espiritual que casi siempre acompaña al cuerpo femenino. Pero quizá se trate de puro vicio de criticar: si tantas personas aceptan e, incluso, aprecian y siguen estos espectáculos, probablemente se trate de algo honesto y saludable.

En consonancia, la serie de televisión Betty la fea (un culebrón muy popular que procede de uno de esos países donde las misses se fabrican en serie) nos revela la verdadera vía de la redención femenina: el estilismo y la moda. ¿Es usted desgraciada? Pues deje usted de ser un callo, mujer. No es el mundo el que se equivoca cuando la juzga por su físico: es usted la que absurdamente se empecina en ser solamente inteligente, eficiente y honrada. Déjese ya de boberías, mi amor: depílese, maquíllese, vístase y guste a los hombres que la rodean: he aquí el secreto de la felicidad. Olvídese de la contabilidad y abrace la cosmética. No cuadre más balances; más bien actualice su vestuario. Los patitos feos no están de moda, por mucho título de doctor que ostenten.

Que los concursos de misses estaban amañados es algo que todos suponíamos y que, en cualquier caso, nos importaba un bledo. Que la empresa organizadora de estos montajes tratase a las jóvenes aspirantes como a ganado y que ninguna consideración moral entrase en sus planteamientos nos daba exactamente lo mismo. Ello parece indicar que lo que ha originado el presente revuelo, lo que realmente ha impactado en el público ha sido la forma en que el tongo ha sido desvelado: a través de una falsa aspirante, poniendo en evidencia a los culpables del amaño, provocando una dimisión en directo. Tanto al público como a quienes dirigen el programa de Antena 3 responsable de la investigación parece no interesarles demasiado el fondo del asunto, y tal vez sea ésa la causa de que las declaraciones de sus abundantes testigos sean confusas, faltas de rigor o, simplemente, necias. Más bien parece prestarse atención al ropaje que visten las conclusiones: el escándalo, la posible humillación en vivo de personas a quienes ayer no conocíamos y hoy ya odiamos. ¿Cabe tan sórdida simpleza? ¿Cabe tanta manipulación, tanta confusión? Melchor Miralles llega incluso a proclamar la necesidad de retirar el sacrosanto nombre de España de un certamen fraudulento que, al parecer, lo enfanga.

Quizá en términos generales sea mejor que los concursos se atengan a normas justas y equitativas; posiblemente las aspirantes turolenses y zamoranas deberían contar con las mismas oportunidades que las sevillanas, madrileñas o canarias. Con seguridad todas esas bellezas adolescentes deberían recibir un trato más humano, y sería más correcto que concurriesen al título sin necesidad de pagarlo con dinero o sexo. Pero, francamente, nos preocupa muy poco que las condiciones del certamen sean limpias, porque su naturaleza es radicalmente sucia. No hay que sanear los concursos de belleza, sino suprimirlos.

Qué poco valoran a sus hijas quienes las inducen a comerciar con su físico de mujer antes que a formarse como personas, a desarrollar una femineidad mal entendida mejor que a cultivar virtudes ciudadanas. Qué magro favor les hacen cuando las instigan a modelar su belleza, incluso recurriendo a expedientes quirúrgicos, para uso y disfrute del hombre. Qué pena, penita, pena. Cada vez comprendo menos y admiro más la paciencia de quienes, durante todos estos miles de años, condenadas de antemano a luchar contra el mundo por haber tenido la mala suerte de nacer sin pene, nunca convocaron revolución alguna al tañido del castrapuercos.

Pero, como decíamos al principio, posiblemente todo esto no sean sino achaques de gruñón. La corrección política reinante admite eso, asume los postulados vitales de Betty la fea y tolera muchas cosas más con respecto a la mujer que apenas ocupan minutos de nuestro pensamiento: los malos tratos domésticos, la discriminación en el acceso al mundo laboral y ya en su seno, el proxenetismo, la violación; y, en otros ámbitos, la lapidación de las adúlteras, la ablación clitoridiana, la exclusión de la escuela y la imposición del matrimonio, esto es, la venta de las hijas al mejor postor. Sólo nos escandaliza lo escandaloso: lo que sale en la tele envuelto en gritos y colorines. Así debe ser como tiene que ser. Canarias 7.

02 marzo 2002

La reválida de los políticos

Si fuéramos suficientemente pacientes, un comentario del lenguaje de los políticos nos daría para rellenar folios y folios sólo con maldades; pero no es nuestra intención aburrir a los sufridos lectores, que ya tienen bastante con los propios políticos, a algunos de los cuales cumplir con ese cometido parece entrarles en el sueldo. No es en estas líneas donde se juzgará la adecuación del lenguaje de los políticos a la realidad, ni sus contenidos éticos. Se trata sólo de una breve reflexión acerca de la oportunidad de la reforma educativa que promueve el Gobierno y que tanto da que hablar estos días.

A falta de oposición visible en las Cortes, al menos por parte de un PSOE que es víctima de una esquizofrenia política muy stevensoniana (acuérdense del doctor Jeckyll y del señor Hyde: el lado bueno no tiene carácter, el lado perverso nunca se fue por completo, el lado bueno da pasos errados, el lado perverso arruina al lado bueno, el lado perverso termina por arruinarlo todo...); a falta, decíamos, de una verdadera alternativa de gobierno, y también a falta de legitimidad para la crítica, dado que el actual caos educativo viene en parte promovido por la reforma socialista y una LOGSE nefasta que hoy nadie parece atreverse a enarbolar como bandera, la oposición a la reforma en curso la llevan a cabo los sindicatos estudiantiles y algún partido de izquierda.

Seguramente para su misma vergüenza, son su vanguardia los energúmenos (probablemente analfabetos funcionales y con toda certeza tontos de baba) que el otro día rompieron unas puertas del siglo XVII pertenecientes al patrimonio histórico y artístico de la Universidad de Sevilla, irrumpieron en uno de sus recintos, interrumpieron una sesión de uno de sus órganos oficiales y prorrumpieron en una serie de voces y frases no demasiado complejas desde el punto de vista sintáctico y sin apenas contenido, frases quizás memorizadas gracias a la asidua contemplación de la televisión y aderezadas con adjetivos como “puta”, sustantivos como “mierda” y algunas otras lindezas y amenazas. Todo ello, según juraban, en defensa de alguna concepción de la educación que, por más que cavilemos, se nos escapa.

Uno de los argumentos esgrimidos por ambos bandos es la publicación de convocatorias (por los estudiantes) y de actas (por nuestros legisladores) que incluyen faltas de ortografía, en una enésima e infantil reedición del “pues tú más”. No les falta razón a los presuntos estudiantes cuando arguyen que si, sin saber diferenciar la preposición “a” de la tercera persona del singular del presente de indicativo del verbo “haber”, alguien puede llegar a representar al pueblo soberano, a ellos no se les debería exigir ulteriores conocimientos. El problema, no obstante, no radica en la notoria injusticia que ciertamente encerraría la exigencia de mejor ortografía a quien va a recoger un título de bachiller que a quien va a recibir el acta de diputado, sino en que alguien que apenas sabe hablar con corrección (ya no vamos a hablar de dominar medianamente el añorado arte de la oratoria) pueda efectivamente ser líder político, líder de opinión y, aún, ser considerado una persona culta.

Cansados estamos quienes vivimos en Fuerteventura, y tememos que los habitantes del resto del archipiélago y de todo el país también estén cansados, de que a día de hoy no existan apenas dirigentes que sepan inaugurar una exposición ni presentar los libros que editan sus respectivos servicios de publicaciones sin pronunciar un discurso en que todas las oraciones empiecen por infinitivo. “Decirles que éste es un nuevo logro de...” “Nada más sino anunciar que...” “Por último, agradecerles...” Y así hasta el infinito. Señores políticos: esto que hacen ustedes es muy, pero que muy incorrecto. Las oraciones en buen español se componen de sujeto y predicado, y un infinitivo (“decir”, “agradecer”, “anunciar”) jamás puede formar una proposición que no sea sintácticamente subordinada; además, sus discursos ya son suficientemente impersonales sin necesidad de arrancarles las formas personales del verbo. Es una grave falta, una muletila tediosa, un pésimo ejemplo para el ciudadano que, Dios sabe por qué, todavía cree que sus políticos saben lo que dicen, y, sobre todo, ya nos duelen las orejas de oír tales puñaladas al idioma. Lo peor es que el lenguaje del periodismo, tan intensamente relacionado con el de la cosa pública, se ha contagiado también de esta gangrena gramatical y es frecuente escuchar en las radios y en las televisiones locales informaciones que comienzan regularmente por infinitivo.

Un caso que ilustra otro género de error (el latinajo fallido) es el que nos ofreció la semana pasada el presidente del gobierno de Canarias, Román Rodríguez, o quizá el periodista que transcribió sus palabras para EFE. Según esta agencia, Rodríguez aseguró que, aunque le parecía legítima, no haría “causa bélica” de la aspiración nacionalista de que las comunidades autónomas españolas estén representadas directamente en los consejos de ministros de la Unión Europea cuando se aborden asuntos que las afecten.

(Una aspiración, por otro lado, a nuestro parecer insensata y, por tanto, muy digna del nacionalismo abertzale’ ya que hablamos de todo: si esos asuntos afectasen al barrio de La Charca de Puerto del Rosario, ¿podríamos también sus vecinos reivindicar un plenipotenciario propio en la mesa europea? En La Charca creemos que no por dos razones. Una, de iure: porque nuestra barriada no es una entidad soberana que pertenezca a la Unión Europea, sino que pertenece a ésta como copartícipe de la soberanía de España, representada siempre en estos casos por el gobierno de la nación. Otra, de sensu: porque los vecinos de La Charca no perdemos el tiempo en disparates como intentar convencer al mundo de que nuestra identidad es diferente de la del resto de España (si no mejor), y desde luego no mediante un conglomerado pseudoideológico zafio, que atenta contra la inteligencia y, lo que es peor en algunos casos, contra la integridad y contra la vida de las personas. De momento, claro.)

El presidente Rodríguez, cuando declaraba (o su transcriptor, cuando redactaba), tenía en mente la expresión latina casus belli, que en el derecho internacional designa toda circunstancia susceptible de ser utilizada como argumento en pro de la guerra, sea finalmente o no motivo de ésta. Por ejemplo, el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Habsburgo en Sarajevo fue el casus belli que indujo a Austria-Hungría a declarar la guerra a Servia en 1914 y, por ende, el que determinó el estallido de la Primera Guerra Mundial. Otros casus belli no llegan a provocar una guerra, porque las diferencias acaban dirimiéndose de otra forma. La injerencia del gobierno norteamericano en los asuntos internos de Chile en 1973, por ejemplo, cuando la CIA patrocinó el golpe de estado de Augusto Pinochet, podría haber sido esgrimido por Chile como casus belli si no fuera porque los golpistas triunfaron y porque, aunque no hubiesen triunfado, Chile nunca se plantearía seriamente declarar la guerra a los Estados Unidos salvo en caso de demencia repentina de su jefe de estado y de todo su parlamento simultáneamente, por muchas ofensas que ese país recibiera. Como para que haya causa tiene que haber efecto, en esta ocasión el casus belli no supuso una causa belli.

Un último ejemplo: los sucesivos abusos, desplantes e impertinencias que con el gobierno de España se permite el sátrapa que reina en Marruecos, cuyo régimen se beneficia directamente del tráfico de inmigrantes, del tráfico de drogas, de la ocupación ilegal del Sáhara Occidental y de muchas otras atrocidades, son casus belli que en tiempos menos pacíficos, sin duda, hubieran desencadenado un conflicto armado; no obstante, es harto improbable (afortunadamente) que hoy día semejantes casus lleguen a transformarse en causae.

Porque casus no significa “causa”, sino “circunstancia” u “oportunidad”. Y, por tanto, casus belli quiere decir “supuesto que justificaría una guerra” y no necesariamente “causa de guerra”, ni mucho menos causa bélica: la causa de un incendio no es una causa incendiaria, ni la causa de un asesinato una causa asesina. Hay acciones bélicas, preparativos bélicos y, si se acuerdan ustedes, Hazañas bélicas; pero no causas bélicas, sino causas de la guerra o motivos de enfrentamiento, que era lo que el señor Rodríguez se proponía decir cuando latineó con tan poco tino. Estas cosas pasan, tal vez, cuando se tienen demasiados conocimientos y poco tiempo para administrarlos: al presidente se le cruzaron en el magín el latinajo y la expresión más llana “hacer causa común” (o sea, “asociarse para defender una postura común”, que no tiene nada que ver pero también pertenece al léxico político-autonómico), de pronto lo acometió la necesidad de declarar, tiró por el camino de enmedio y le salió un churro léxico: “hacer causa bélica”. No es la primera vez que sucede y en todas las familias se recuerda un caso. Don Román: a ver si nos va a hacer falta una reválida a estas alturas... Canarias 7.

05 febrero 2002

Preguntas sin respuestas

George Bush aprovechó la polvareda afgana para denunciar el tratado por el que los Estados Unidos renunciaban desde 1972 al uso de Misiles Antibalísticos. Si el desaparecido Bin Laden no fuera un loco fundamentalista, bien parecería empleado de la CIA o del lobby militar e industrial norteamericano que tanto dinero ha ganado tras el 11 de septiembre y tanto va a ganar a partir de la denuncia del tratado. Nadie repara, sin embargo, en que el ataque al World Trade Center no fue efectuado con misiles, ni con una bomba nuclear, ni siquiera con armas biológicas. A propósito: el New York Times y el Washington Post publicaron en su día que, contra el derecho internacional, el gobierno de los Estados Unidos fabrica desde 1998 en un laboratorio en Utah armas basadas en el bacilo del ántrax, que circularon por el país y que muy probablemente son el origen de la oleada de muertes de ciudadanos por carbunco, tan casual y oportunamente desatada tras el atentado de las Torres Gemelas; si quien mandó las cartas infectadas no fuera un loco sin entrañas, también parecería contratado por el Departamento de Defensa norteamericano...

Tampoco la democracia sale bien parada del cúmulo de dislates: la creación de tribunales militares secretos, especiales para juzgar a terroristas extranjeros, virtualmente convierte a los Estados Unidos en una dictadura. ¡Cuánto costó desterrar los tribunales especiales del franquismo! ¡Qué poco han aprendido los actuales gobernantes norteamericanos de la experiencia española con el terrorismo, de las ilegalidades felipistas, de la muy exigible delicadeza del estado de derecho incluso hacia a sus agresores! Los malos tratos físicos y psíquicos infligidos a los prisioneros talibán encerrados en jaulas en Guantánamo, so pretexto de su posible peligrosidad, nos hace a todos los aliados de los Estados Unidos cómplices de una violación continuada de unos derechos y libertades a los que nuestra Constitución está adherida; por no hablar de la franca sustitución del derecho internacional por la ley del Oeste. Por otra parte, la caza de brujas en el mismo interior de los Estados Unidos (¡más de 450.000 denuncias por “actividades antinorteamericanas”!) nos devuelve de lleno a los años cuarenta. ¿A qué mundo de tiniebla y violencia nos ha devuelto Osama bin Laden? ¿Qué gran triunfo le estamos regalando? ¿Acaso debemos sufrir un nuevo talibanismo que compense la barbarie afgana? Después de la "guerra contra el terrorismo", vivimos en un mundo más tenso, más armado, menos libre, menos seguro. Lo único seguro que nos queda son las preguntas. De momento, sin respuesta. Canarias 7.

11 enero 2002

El euro nos hace viejos

La numismática es una ciencia apasionante, gracias a la cual podemos rastrear una parte importante de la identidad de los pueblos. Los nombres de las monedas y sus características físicas suelen arrojar luz sobre numerosos aspectos políticos, económicos y culturales de la historia de las comunidades que las utilizan, pero también certifican procesos y fenómenos que franquean la aduana de los siglos. El denario romano pervive en el dinar yugoslavo y árabe y en nuestro genérico dinero. El sólido de oro romano es hoy el sueldo que en moneda recibimos por nuestro trabajo. En muchas ocasiones nombra la moneda el lugar de su acuñación, el origen de su metal, la nación en que es de curso legal o el pueblo que la populariza, y así tenemos el besante de origen bizantino, el castellano medieval, el maravedí almorávide y cristiano, la libra tornesa o la guinea británica.

Un argumento parecido, el de la identidad geopolítica, movió a los padres de Europa a llamar euro a su futura unidad monetaria. La fría denominación de nuestra anterior unidad de cuenta común, el ECU, quizá fuese del gusto de los británicos, a cuyo idioma correspondían las siglas de la European Currency Unit; o de los franceses, en cuya lengua écu significa “escudo”, un término de larga tradición numismática que les habría resultado ciertamente cómodo. Pero había que buscar una marca que conviniese a todos los habitantes de la Unión y fuese común a todas sus lenguas; en ese sentido, el euro cumple todos los requisitos.

Ahora que el cambio es definitivo, la peseta se extinguirá en nuestros bolsillos y en nuestras facturas; pero ¿y las palabras? ¿Qué sucederá con todas las expresiones en las que pesetas y duros siguen vivos? El hecho de que la moneda única que ha entrado en vigor en nuestro continente se llame euro tiene múltiples significados y es de alguna forma resumen de todo un largo proceso. Entre sus consecuencias, quizá nos haya pasado inadvertida hasta ahora una que nos afecta a todos: nuestro lenguaje, el que hemos usado desde niños, también va a sufrir una transformación. Y con él, nuestra realidad más cotidiana.

Los nombres de las monedas tienen a veces una vida mucho más larga que su propia vigencia económica. Por eso quienes, faltos de ahorros, se quejan de estar sin blanca, de no tener un chavo o de andar sin perras, quizá no recuerden que la blanca, el ochavo y la perra fueron un día bastante lejano monedas o fracciones monetarias de curso legal. Los más viejos han seguido contando las cantidades pequeñas -y no tan pequeñas- en reales hasta hace bien poco; y aun todos, si compramos algún objeto a bajo precio, decimos con satisfacción que nos ha costado cuatro perras o cuatro cuartos; pero si después ese mismo objeto defrauda nuestras esperanzas diremos que no valía un real.

La persona que arriesga su dinero con quien no es de fiar, o tal vez su integridad física con quien es peligroso, no sabe con quién se juega los cuartos; pero quizá no le importa, porque escupe doblones, es decir, es muy rico y se jacta de ello. De aquello que estimamos en poco decimos que es de tres al cuarto, y si somos indiscretos y revelamos algo que deberíamos callar estamos dando un cuarto al pregonero. Cuando, hartos de la insistencia o el capricho de algún importuno, queremos concederle la razón o el objeto disputado y así acabar con la riña, zanjamos: ¡Para ti la perra gorda!

Llega un nuevo cambio monetario cuando aún están completamente vivas estas expresiones, y la curiosidad invita a imaginar qué pasará con las que tienen por protagonistas a los duros y las pesetas de un sistema que da sus últimas boqueadas. ¿Desaparecerá de nuestro vocabulario el resistente duro, que es anterior a la peseta, o adaptará su nombre a una nueva realidad; por ejemplo, a la moneda de cinco euros? ¿Qué será de nuestra peculiar forma de contar de veinte en veinte o de mil en mil duros? ¿Cuántos euros compondrán un talego? Con toda seguridad, cuando alguien nos caiga muy bien seguiremos diciendo que es más majo que las pesetas; y si, por el contrario, es un tacaño de aúpa, lo llamaremos pesetero. Si por muy poco no nos atropella un vehículo, le habrá faltado el canto de un duro, igual que hasta hoy. Cuando alguien asegure que no tiene un duro nos inspirará la misma lástima que si hubiese expresado su indigencia en céntimos de euro. Y, si la caricatura ha de seguir siendo eficaz, el catalán del chiste dirá siempre que la pela es la pela: el euro es el euro no funcionaría ni siquiera fonéticamente.

Es impensable que a partir de este año el euro se vaya a incrustar automáticamente en las frases hechas; pero, a buen seguro, el campo semántico del dinero se irá revistiendo de una nueva jerga popular que responda al sistema que empieza y que conviva con la anterior, quizá, durante siglos. Lo que resulta triste e indudable es que, tras la jubilación de la peseta, una parte del lenguaje y del imaginario de varias generaciones de españoles quedará enganchado al pasado por alguna de sus costuras y algún día, más tarde o más temprano, sólo los libros serán testigos de que existió. Mientras llega ese día, de la misma forma en que nuestros abuelos nos han sorprendido hasta el final contando en sus viejos reales, la peseta seguirá siendo un signo definitorio de nuestra realidad que, sin embargo, solamente lograremos transmitir a los más curiosos de nuestros hijos como un dato más de la Historia. Y es que no cabe duda: el euro nos hace un poco más viejos. Canarias 7.