23 junio 2014

La República: cuatro petisuís de chocolate

Con el asunto monarquía-república, el debate político español ha descendido a niveles de Preescolar. Es frecuente escuchar cosas tan simples como que “la monarquía es una institución medieval”, que “al Rey lo impuso Franco” o, alegada la existencia de una Constitución democrática, aquello de “pero yo no voté la Constitución”. Por no hablar de los populares mantras “tener Rey no sirve para nada” o “es que nos salen muy caros”.

No es cierto que la monarquía no sea democrática. No sería democrático que no eligiéramos a quien nos gobierna, pero el Rey no nos gobierna. De la misma manera que no elegimos cada cuatro años los colores de la bandera, el himno nacional o el trazado de nuestras fronteras, que son importantes elementos simbólicos y fácticos en la configuración de nuestro estado, tampoco es necesario que sometamos a referéndum la forma de la jefatura de Estado, una magistratura que no tiene nada que ver con ninguno de los tres poderes en que desde Montesquieu sabemos se basa una organización política.

Antes de toda democracia hubo, sí, una dictadura o un régimen absolutista, pero en la monarquía española (como en la sueca, como en la canadiense) no hay imposición de régimen totalitario alguno, sino una Constitución votada por todos los españoles en 1978 que le presta una legitimidad completa. Imposición antidemocrática sería, precisamente, ignorar lo que dice la Constitución. La monarquía no es una institución medieval, aunque tenga raíces milenarias, por el mismo motivo por el que viajar en tren no es propio del siglo XIX, usar ordenadores no es una práctica de los años cincuenta o nos sigue siendo útil la división del año en meses que estableció Julio César hace dos mil años. La monarquía de Suazilandia nos indigna, pero la noruega representa una nación próspera y con índices de libertad envidiables (siete de los diez países reconocidos como los más democráticos del mundo, por cierto, son monarquías). La vigencia de la monarquía se actualiza en cada proceso constituyente, y para que una constitución nos vincule no hace falta que cada vez que alguien cumple 18 años sometamos todo a referéndum: ahí están los americanos, con una Constitución de 1789 que nadie vivo ha votado pero con la que todos los norteamericanos se sienten felizmente comprometidos. La continuidad de una nación y de sus instituciones no depende de cada voluntad individual, sino de la suma consensuada de todas; y solo en los momentos constituyentes, no cada día de nuestras vidas.

Tampoco es cierto que el Rey no valga para nada: vale para lo mismo –funciones representativas, simbólicas y arbitrales– que el presidente de una república parlamentaria; o más, porque un rey sí está al margen de la lucha partidaria y de las rivalidades territoriales, lo cual, a mi juicio, supone una gran ventaja. Ni es cierto que nos cueste mucho dinero: los gastos de la Casa del Rey y los gastos ministeriales asociables son en España mucho más modestos que los de la presidencia de la República Federal Alemana.

Dicho todo esto, por supuesto que hay que pulir el modelo monárquico y, también, reformar la Constitución. El nuevo Rey, Felipe VI, ha asegurado en su discurso de proclamación haber entendido las necesidades de regeneración de nuestro régimen y de la misma institución monárquica. Conviene que el Congreso tramite una Ley de Sucesión que impida cierta improvisación que ha presidido el reciente relevo. Es imprescindible, sobre todo, que la transparencia en la gestión que exigimos en todos los ámbitos de las administraciones sea aplicada también a la Casa del Rey. Es necesario, también, reformar la Constitución para acabar con el anacronismo –impropio de una sociedad respetuosa de la igualdad sexual como es la española– de la preeminencia del varón sobre la hembra en el mismo grado de la sucesión a la Corona.

Habrá que reformar la Constitución de 1978, sí, pero por el cauce legal (ya que sin estado de derecho, con rey o sin rey, no hay democracia) y atendiendo a nuestros problemas reales: no precisamente para abrir el melón monarquía/república, sino porque, en pocas palabras, es necesario fortalecer el modelo de estado y garantizar la separación de poderes. Pese a los argumentos infantiles y las consignas irresponsables agitadas por algunos partidos de izquierda, el peligro para nuestras libertades no está en que haya Rey, sino en que los partidos políticos invaden espacios que no les corresponden y, en general, en el sectarismo. En la pobre separación de poderes que aqueja a nuestra régimen. En la inoperancia de un sistema autonómico concebido como cauce para la rivalidad y no para la colaboración. En todo lo que impide que salgamos a flote en estos momentos. El pensamiento republicano es más que digno, pero agitar la bandera republicana para adquirir notoriedad es una manipulación.

Da vergüenza ajena escuchar a algunos clamar por la República mientras han participado en el expolio de las cajas de ahorro, participan en el reparto del Poder Judicial, se niegan a revisar los 10.000 aforamientos de los políticos, se bajan a duras penas de los coches oficiales e impiden –contra lo prometido en su programa– que los andaluces mejoren su participación democrática mediante una reforma electoral que mejora la calidad de la representación política. Me recuerdan a mis hijos cuando protestan porque hay coliflor de cena: “no hay derecho”, dicen, “es injusto”; pero se comerían cuatro petisuís de chocolate de postre si les dejara. La diferencia es que mis hijos tienen 11 y 9 años y es natural que su noción de lo que es justo y de lo que es necesario esté un poco verde.

No hay ni que decir que al final se comen la coliflor y, de postre, solo un petisuís de chocolate. Y eso después de una buena pieza de fruta. mallorcadiario.com.

 

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